- Tras 17 años de revolución, si algo ha
quedado claro, es que Venezuela, ese otrora destino para millones de
inmigrantes venidos de las más diversas latitudes, se ha convertido en testigo
de una diáspora sin precedentes en nuestra historia. Hijos, sobrinos, amigos,
vecinos, compañeros de trabajo, conocidos, celebridades… uno tras otro vamos
perdiendo seres humanos valiosos. Ante ese panorama, muchas veces me preguntan ¿por
qué no te vas? Aquí está la respuesta
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Habrá trabajo mientras haya gente que quiera construir |
Antes de comenzar
quisiera aclarar dos cosas, porque sé que muchas personas van a criticar mis
puntos de vista, diciendo que seguramente sólo deseo cuestionar a quienes toman decisiones
distintas a las mías, como acostumbra a hacer mucha gente. O que simplemente juzgo a los que se van
porque a mí me va muy bien en Venezuela y por lo tanto me es fácil quedarme. Debido a ello,
quisiera explicar lo siguiente:
En primer lugar,
respeto la decisión de quien se va, tanto como la de quien se queda. Cada cual
es libre de tomar el camino que considere más conveniente para su bienestar. En segundo término,
debo decir que, por la situación política, he perdido un trabajo estable en la
Industria Petrolera, así como contratos y oportunidades en empresas públicas (y también en compañías privadas vinculadas al Gobierno), he debido hacer trabajos muy por debajo de mi capacidad, ganar mucho menos de lo necesario para mantener a mi familia, me he visto obligado a vender parte de mis activos, reducir las comidas y un largo etcétera. Así que ni quiero criticar, ni me va bien aquí.
Aclarados estos
puntos, queda entonces por dilucidar cuáles son las razones por las cuales no
me voy de Venezuela. Aunque los motivos bien se pueden reducir a uno sólo (porque
no me da la gana), los explico de manera racional.
Primeramente,
debo aclara que este país es mi hogar, no sólo porque nací aquí, sino porque ha
sido la tierra de mi familia por generaciones. A diferencia de muchos de mis
conocidos, que pueden contar historias de sus padres o abuelos que llegaron a
esta tierra de oportunidades a buscar un mejor futuro, mis antepasados han
estado aquí para vivir los episodios más gloriosos y más tristes de nuestra
historia. Les tocó sobrevivir en épocas de dictaduras como la de Gómez y Pérez
Jiménez, vivir en medio de los experimentos democráticos de López Contreras,
Medina Angarita y Gallegos, incluso en los ensayos modernizadores de Guzmán
Blanco y un poco antes, en las vicisitudes de las guerras civiles y los albores
de la Independencia. Y es lógico que ahora estemos aquí, para vivir este momento particularmente complejo de nuestra historia republicana.
¿Que a ese país
de oportunidades llegó una plaga de facinerosos que lo han invadido y lo han
hecho “invivible”? Sí. Pero recuerdo que en dos oportunidades en mi casa debí
enfrentar una invasión de plagas, una vez fueron ratas, la otra, hormigas. Y en
ninguno de los dos abandoné la casa, sino que combatí y erradiqué las plagas.
En esta circunstancia, que hoy vivo en
este país, que es mi hogar, vuelvo a optar por la segunda opción.
Por otro lado, me
dicen que en Venezuela hay una gran cantidad de oportunistas, gente que
disfruta del facilismo, y para quienes, al final, la ruta del bachaqueo, la
dádiva, o la corrupción, no le sienta del todo mal, y, por lo tanto, no tienen ninguna
razón para combatir a una plaga a la que ni siquiera consideran como una
amenaza. Que el desabastecimiento y la falta de oportunidades asfixian cualquier
iniciativa de emprendimiento, de superación. Que la calidad y la capacidad son
despreciadas, mientras se premia la mediocridad y la sumisión
Pero en medio de
ese caos, veo que, aún con las puertas que se cierran, hay empresarios que
producen (a mínima capacidad, es verdad,
pero producen). Comerciantes que cambian de ramo, ajustan horarios y venden
mucho menos, pero siguen vendiendo. Que colegios y universidades siguen
luchando cuesta arriba, para dar educación de calidad. Que las panaderías
siguen abiertas (vendiendo sólo los panes más caros o vendiendo de todo menos
pan, pero vendiendo al fin y al cabo), manteniendo sus puertas abiertas, atendiendo al público y preservando empleos.
Bueno, allí
están. Y gracias a ellos, aún podemos conseguir, poco o muy poco, pero algo. Y
por ese esfuerzo, aún tenemos oportunidades para sobrevivir. Si todos nos
damos por vencidos, no habrá nada que defender. Los médicos en consultas privadas (que cada vez menos gente puede pagar) tratan de compensar la ausencia de
medicinas y recursos, que hace a esos mismos médicos, y a otros, llorar de
impotencia en hospitales y ambulatorios de la red pública. Pero siguen
trabajando. Muchos se han ido… pero muchos se han quedado.
Que un empresario
que “no tiene necesidad de darse mala vida, porque la tiene resuelta”,
decida endeudar su empresa, en dólares, para seguir funcionando, sólo para no
cerrar y no generar más desempleo, resulta esperanzador. ¿Que de todos modos
está buscando ganancias? Sí. Pero podría buscarlas en otro lado, con menos
trabas. Y al hacerlo, miles de empleados pueden soñar con no perder sus fuentes
de empleo.. otros, como es mi caso particular, podemos creer que conservaremos
la oportunidad de mantener un cliente de quien nos hemos hecho, con esfuerzo y calidad,
un proveedor confiable… y seguir trabajando.
Que muchas de
estas empresas se mantengan operando, y trabajando sus comunicaciones
corporativas, permite a un colega periodista de larga trayectoria, mantener una
pequeña oficina de consultoría, y ello le abre el camino para darle la oportunidad a otros comunicadores,
como también es mi caso, de trabajar con él. Ésa es una forma de abrir oportunidades en
medio de las dificultades.
Mientras tanto,
veo en el bulevar de Sabana Grande a un padre de familia que, en un día de
descanso, se sienta en una banca con sus dos hijos, a compartir con ellos un
litro de refresco, un trocito de queso blanco y tres pancitos dulces, logrando así,
en medio de la escasez y con un poco de sacrificio, brindarle a sus pequeños
eso que llaman “tiempo de calidad”. Y veo a señoras que siguen vendiendo
empanadas, ciertamente cada vez más caras, pero tratando de darle valor
agregado a esa harina que, con el paso del tiempo, se va haciendo más escasa.
Y cada día, al
salir a la calle, veo a obreros que van con su morral al hombro, a trabajar
porque aún hay gente que en este país, sí, en este país, quiere seguir
construyendo. Y hay periodistas en periódicos digitales, enfrentando la falta de papel, porque la gente quiere saber. Y vendedoras que trabajan porque hay quien quiere seguir
comerciando, y enfermeras que trabajan porque hay quien quiere seguir curando,
y hay artistas porque, sobre todo, en este país hay gente que quiere seguir riendo.
No puedo decir
que el día de mañana, no decida irme yo también. No es descartable que, de empeorar
la situación, termine uniéndome a esa creciente diáspora criolla, buscando
un futuro mejor para los míos. Sin embargo, de llegar a ser ese el caso, tendré
que vivir con la alegría de haberles dado un excelente porvenir a mis hijos,
pero también con la frustración de no haber podido defender la herencia de mis
padres.
Sin embargo, por
ahora, prefiero seguir en éste que considero el mejor país del mundo, no por
las playas, o las montañas, o esos volcanes (que sólo existen en una canción que
compusieron dos españoles que creo que nunca han venido a Venezuela y que por
alguna extraña razón para muchos se ha convertido en un símbolo nacional). Me
parece que éste es el mejor país del mundo porque es MI país.
Aún hoy, prefiero
seguir aquí (parafraseando al maestro Gallegos) sufriendo, amando y esperando.