Es innegable que Rafael Caldera es, por diversos motivos, una de las figuras más influentes en la Venezuela del Siglo XX. No sólo por haber sido dos veces presidente de la República, sino también, y muy especialmente, por haber contribuido a delinear la concepción misma del país, especialmente en la segunda mitad de esa centuria. Se le reconoce por ser uno de los fundadores del Partido Socialcristiano Copei, desde el cual luchó contra la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez, lo que lo costó el exilio. Fue uno de los firmantes del Pacto de Punto Fijo, documento que sentó las bases para permitir el período más largo de poder civil y de convivencia democrática en nuestra vida republicana. También fue firmante de la Constitución de 1961, la de mayor tiempo de vigencia en nuestra historia. Su primer período de gobierno le llevó a una tregua con los grupos armados de izquierda, que logran ser integrados en la vida política. Esos hechos permitieron, entre otras cosas, la llegada al poder de quienes se aprovecharon de él para acabar con esa Constitución. Por otro lado, se ha criticado mucho a Rafael Caldera su empeño por llegar al poder. Ciertamente, fue candidato presidencial en seis ocasiones, ganando en dos oportunidades. Pero no es menos cierto que, una vez en el poder, no tenía ningún problema en entregarlo en el tiempo legalmente establecido, ni un día más. Durante su segundo gobierno, muchas voces clamaban porque se produjera un “Calderazo”, que no era otra cosa que disolver el Congreso, como había hecho en Perú el entonces presidente Fujimori (quien para la época era muy admirado en círculos intelectuales y políticos venezolanos). La respuesta de Caldera, en esa oportunidad, fue contundente: “Soy institucionalista”. En lo personal, creo que uno de los mayores aportes de Rafael Caldera, fue la dignidad que imprimió a la figura presidencial. Durante sus dos administraciones, tuvimos como presidente a un hombre de familia y de valores morales. Un ejemplo a seguir. En lugar de criticar la inteligencia ajena, cultivó su propio intelecto. Dominaba lenguas como el Francés, Inglés, Italiano, algo de Alemán y lectura de Portugués. Fue miembro de la Academia Venezolana de la Lengua Española. Realizó sus estudios superiores en la Universidad Central de Venezuela, en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, logrando el doctorado. Enseñó sociología y leyes en varias universidades. Llegó a ser director del Instituto Venezolano de Derecho del Trabajo y presidente de la Asociación Venezolana de Sociología, la Organización Demócrata Cristiana de América Latina y la Unión Mundial Demócrata Cristiana. En lugar del insulto, utilizó argumentos. En lugar de la descalificación, utilizó el debate. En lugar del espectáculo, utilizó la diplomacia. Recuerdo que cuando se dirigía al país en cadena nacional (lo cual se hacía en raras ocasiones, para tratar asuntos de verdadero interés colectivo) no lo acompañaba el retrato de un guerrilero o de un mandatario extranjero, sino una fotografía de su esposa, doña Alicia, la Primera Dama. Creo que esas cualiades no han sido suficientemente valoradas en la política venezolana. Por ello, creo que no es coincidencia que en las dos ocasiones que dejó el poder, Caldera fuera sucedido por presidentes con tan escasa preparación intelectual y de tan dudosos valores morales. Sin embargo, de todas las acciones realizadas por Rafael Caldera, muchos prefieren recordar una sola, la cual aprovechan para depositar en él culpas y responsabilidades que, en realidad, pertenecen a otros, a muchos otros. Habrá que esperar el paso de la historia para entender a cabalidad lo que fue la vida y obra de este venezolano de excepción. En una última carta, pidió perdón por sus errores. ¿Quién pedirá reconocimiento por sus aciertos? Requiescat in pace
La muerte de Rafael Caldera ha servido para demostrar la falta de memoria de los venezolanos, quienes se empeñan en reducir la larga vida y obra del ex presidente a un solo hecho, el cual aprovechan para echar sobre sus hombros las culpas de otros, de muchos otros.
sábado, 26 de diciembre de 2009
Rafael Caldera: Más allá de su tiempo
domingo, 22 de noviembre de 2009
El Muro de la Desconfianza
Desde los inicios de la civilización, las grandes sociedades han construido muros alrededor de sus territorios. Desde la Gran Muralla China (cuya construcción se inició en 221 antes de Cristo), pasando por las grandes ciudades amuralladas en Europa durante la época medieval (como Rothenburg, Dubrovnik, Ávila y Siena), el hombre levantó enormes paredes de piedra para defenderse de invasores externos.
La reciente celebración de los 20 años de la caída del Muro de Berlín, ha servido para recordar y volver a poner al descubierto la esencia de los regímenes totalitarios comunistas: una gran desconfianza hacia su propio pueblo.
En la segunda mitad del Siglo XX, el régimen comunista de Alemania Oriental, satélite del gobierno de Moscú, inició la construcción de un muro, al cual llamó “Muro de Protección Antifascista”. Sin embargo, a diferencia de las tradicionales edificaciones europeas de la de Edad Media, esta muralla no tenía como propósito evitar una invasión desde el exterior, sino impedir que los propios ciudadanos de la República Democrática Alemana salieran de su territorio. De este modo, el muro, más que una protección, se convirtió en una cárcel.
He allí la esencia de la política interior de todo sistema comunista: pensar que si se deja al pueblo elegir, escogerá mal. Por ello, se debe cerrar cualquier medio de comunicación que no sea “fiel” al proceso, porque el pueblo preferirá ver ese medio. También por esa razón se deben cerrar las fronteras, porque el pueblo no escogerá quedarse en su “madre patria”.
Lo curioso es que ese país, que sometía a sus ciudadanos a tal cercenamiento de la libertad, se autodenominaba “República Democrática”. Y esa es otra característica de los regímenes comunistas: pretender cambiar la esencia de las cosas (al menos en apariencia) con un simple cambio de nombre. Por ello el muro era llamado de “Protección Antifascista”, cuando en realidad protegía a los fascistas.
El Muro tenía una longitud de 155 kilómetros, estaba hecho principalmente de hormigón, tenía 302 torres de vigilancia, 20 búnkeres, 127 detectores de alarma,259 senderos para perros adiestrados, y era custodiado por unos 1.200 soldados con órdenes de “disparar a matar” a quien intentara cruzar. A pesar de ello, durante su permanencia (1961-1989) unas 5.000 personas lograron escapar (otras 192 murieron en el intento).
¿De qué escapaban? De la escasez de alimentos, de la mala calidad de vida, de la falta de perspectivas, de la imposibilidad de protestar. De poco consuelo resultaba la justificación del gobierno, que achacaba la culpa de todo al "decadente capitalismo occidental".
Aún hoy, en otras partes del mundo, en este Siglo XXI, otros gobiernos, en otras latitudes, tratan de levantar nuevos muros para encerrar a sus ciudadanos. Estas nuevas murallas no son de piedra, ni de hormigón. Ahora son tecnológicas, ideológicas, sociológicas. Cuando se cierra medios de comunicación, se penaliza la salida del país, se criminaliza el pensamiento libre, se cercena la iniciativa individual… se levantan nuevas barreras.
Sin embargo, para quienes desean repetir esta experiencia en beneficio propio, es importante que recuerden que el Muro de Berlín, construido para resistir ataques, bombas, maquinarias, asaltos… un buen día simplemente cayó por su propio peso. No por el peso del concreto ni del acero, sino por el peso de la intolerancia. Y tras el Muro de Berlín, cayó la Cortina de Hierro, desapareció la Unión Soviética… Y caerán, uno a uno, todos los muros de la desconfianza… Al tiempo que son tendidos los puentes de la libertad.
sábado, 8 de agosto de 2009
Amor de puta (o la política del burdel)
No hay que ser demasiado inteligente para saber cuánto dura el amor de puta… El que lo paga, lo sabe, por eso debe estar consciente de cuánto dinero le queda. Esa es la misma práctica que a veces se aplica en la manera de ejercer el poder: “la política de burdel”.
Quien va a un burdel, sabe a lo que va. Lo que cabría preguntarse es ¿por qué va? Es decir, nadie paga por algo que puede conseguir gratis. Por eso, estemos claros en que quien va a un lupanar, lo hace por una razón: lo que obtiene allí no lo puede conseguir de otra forma.
Esta peculiar filosofía de la vida, en ocasiones, se ha extrapolado a la política, en la que puede surgir un líder que decida manejarse (sobre todo en el ámbito internacional) de esa manera. Es decir, "comprando" solidaridad y apoyo.
No todo líder es así. Por ejemplo Fidel Castro, consiguió un apoyo de la antigua Unión Soviética y de numerosos intelectuales y jefes de gobierno sin pagar ni un céntimo. Pero, a veces, surge un “sucesor” que, al carecer de astucia y habilidad, tiene que pagar por el apoyo y admiración que el líder cubano siempre consiguió de gratis.
Así es como un nuevo líder de este tipo, tendría que ir, cartera en mano, “burdeleando” por América Latina, Europa, Asia y África. Uno a uno, tendría que ir comprando el afecto y admiración de presidentes, secretarios generales, gobernadores, medios de comunicación, etc. ¿Por qué lo hace? Por la misma razón que lleva a muchos a un burdel: porque de otra forma no va a conseguir ni ese "afecto" ni esa "admiración".
El problema es que esta nueva política tiene el mismo defecto que la costumbre de visitar lupanares: la duración del amor es directamente proporcional a la liquidez monetaria. En otras palabras, no hay que creer en amor de puta.
Un segundo problema, de esta filosofía de vida, es que quien siempre paga por el amor, comienza a creer que no existe otra forma de afecto. Entonces, aún cuando se le presente eso que llaman “amor verdadero” no lo distingue del mercantilista. Y tiende a tratar a quien le ofrece su afecto desinteresado, con el mismo desprecio que trata a quien simplemente se lo vende.
Y este tipo de líder no escapa de esta paradoja. Por eso trata a sus seguidores leales y auténticos (que siempre los hay) de la misma manera que trata a la interminable lista de “tírame algo” que pululan en los lupanares en que suelen convertir a alcaldías, gobernaciones, ministerios, medios de comunicación, universidades, palacios presidenciales y hasta organismos internacionales. Por eso los insulta, les grita, los ofende, los “carajea”, porque, a fin de cuentas, “para eso estoy pagando” (como diría un borracho de burdel).
Como consecuencia de esa práctica, algunos seguidores auténticos se le van. Y él, acostumbrado al amor de burdel, no se extraña… “total, las putas son así”, parece decir.
Un tercer problema es que, a veces, hay putas “por necesidad”, que cuando consiguen otra manera de ganarse la vida, se “dan de baja”.
Y en esta nueva política también puede ocurrir. Por ello algunos supuestos “aliados” se van alineando “disimuladamente” con el “enemigo” (si éste les puede ofrecer una manera más digna de resolver sus problemas internos). Y dejan al líder solo.
Por eso, muchas veces a la prostituta ni siquiera le hace falta que se te acaben los reales para dejarte solo. Basta que aparezca otro con más real, o simplemente otro que le convenga más. Y te cambia.
Un ejemplo de eso, aplicado en la política, ocurre cuando un canal de televisión primero se opone al "nuevo líder", cuando éste fracasa en tratar de llegar al poder. Después cambia de opinión y lo apoya para que llegue... después le quita el apoyo y luego vuelve a cambiar de parecer y lo apoya otra vez... por ahora. Todo dependiendo del "chance" que tenga el "líder" de llegar al poder, o de continuar en el poder.
Por eso, es que este nuevo tipo de líder ni siquiera logra pasar a la historia. Fidel Castro (al igual que Salin, Hitler o Pinochet), por lo menos, será recordado… como un dictador, es verdad, pero será recordado.
El nuevo líder, en cambio, sufrirá el destino del tipo que sale del burdel después de gastarse el dinero: las putas lo van a recordar un ratico... hasta que terminen de contar los reales.
martes, 4 de agosto de 2009
Hitler el demócrata
Si analizamos la manera cómo Hitler llegó al poder, debemos recordar que lo hizo luego de un proceso electoral y legal. Un hecho interesante para los analistas modernos que defienden la permanencia de regímenes que pisotean los derechos humanos, por el simple hecho de que “fueron electos democráticamente”.
La historia de cómo llegó Hitler al poder es simple. En las elecciones de 1930, el partido nazi obtiene el 18% de los votos. Esta cifra, si bien resultó minoritaria, fue suficiente para dar alas al partido, el cual renueva los esfuerzos para seguir adelante. Dos años mas tarde, obtendrá el 36,8% en la segunda vuelta de las presidenciales, un importante incremento, aunque no fue suficiente para la victoria, que correspondió al anciano ex mariscal Paul von Hindenburg.
Hitler reconoce esos resultados adversos, como todo un “demócrata”. Sin embargo, al poco tiempo se suscitó una ola de revueltas “populares” (del “pueblo” de Hitler) que terminaron por llevar al débil e inestable gobierno al colapso. Hindenburg, cedió ante la violenta presión "popular" y decidió nombrar a Hitler canciller alemán, el 30 de enero de 1933.
En las elecciones de marzo, los nazis consiguen el 43,6%. Pocos días más tarde, el Parlamento Alemán aprobó la Ley Habilitante que otorgaba plenos poderes a Adolf Hitler. Con la muerte de Hindenburg, se elimina del panorama político al último contrapeso de Hitler en el Gobierno. A partir de ese momento, éste reúne los cargos de presidente y canciller (führer), tras un plebiscito en el que recibe el 90% de los votos a favor. Todo muy democrático ¿o no? El resto de la historia es mucho más conocida. Hitler estableció el nacional-socialismo como único partido legal. Eliminó a los oponentes de su propio partido y a colaboradores de dudosa fidelidad durante la llamada «Noche de los cuchillos largos», iniciando el proceso de eliminación de diversos grupos raciales, políticos, sociales y religiosos que consideraba “enemigos de Alemania” y “razas impuras”, lo que le llevó a reasignar las directrices a los campos de concentración para la liquidación sistemática de comunistas, judíos, Testigos de Jehová, gitanos, enfermos mentales y homosexuales, principalmente.
También inició el proceso de rearme. Las fabricas y factorías comenzaron a trabajar en la maquinaría de guerra. Rápidamente, Hitler restauró en Alemania el servicio militar generalizado que había sido prohibido por el Tratado de Versalles. Puso en práctica una política extranjera agresiva, el pangermanismo, destinada a reagrupar en el seno de un mismo estado a la población germana de Europa central, comenzando por Austria, en marzo de 1938. Luego ocupa la región de los Montes Sudetes en Checoslovaquia, donde habitaban 3.000.000 de alemanes, y luego extiende su poder a todo ese país. El fracaso del apaciguamiento demostró a las potencias occidentales que no era posible confiar en cualquier tratado que pudiera firmarse con Hitler. Se iniciaba la II Guerra Mundial.
Como balance de la locura que siguió, tenemos que entre 1939 y 1945, las SS, con la ayuda de gobiernos colaboracionistas y reclutas de los países ocupados, sistemáticamente asesinaron entre 11 y 14 millones de personas, incluidos cerca de seis millones de Judíos, en los campos de concentración, los guetos y las ejecuciones en masa y a través de otros métodos como los experimentos médicos.
Tras la capitulación alemana y el fin de la guerra, en mayo de 1945, el continente europeo estaba arruinado y, en total, más de 50 millones de personas, soldados y civiles, habían muerto.
Todo ello, luego de llegar al poder de manera “democrática”. Ante esa panorama, me pregunto qué habrían dicho en ese entonces muchos de los líderes de los organismo multilaterales de hoy. Esos que defienden el totalitarismo, por el hecho de que sus líderes fueron “electos democráticamente”.
Habrían dicho: “sí, están asesinando millones de seres humanos inocentes, pero fueron electos democráticamente”. O “están llevando a Europa a la destrucción, pero fueron electos democráticamente”. ¿Se habrían sentado a esperar para ver a dónde llevaba esa locura? ¿Lo van a hacer ahora? Ya veremos
domingo, 2 de agosto de 2009
Empiezan quemando libros y terminan quemando gente
Cuando los seguidores del nazismo quemaron miles de libros, no hacían más que anunciar al mundo su babarie. Una costumbre seguida por otros gobiernos totalitarios: acabar primero con las ideas y después con las personas.
Cuando se piensa en los oscuros años del régimen nacional-socialista en Alemania, se piensa, como es lógico, en las atrocidades cometidas en los campos de exterminio, o en los terribles y larguísimos años de la guerra que arrasó a Europa. Sin embargo, muchos pasan por alto un hecho que, a mi modo de ver, fue el inicio de toda esa barbarie: la quema de libros realizada en mayo de 1933.
En esa oportunidad, y ante la mirada complaciente (y el auspicio) del ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, decenas de estudiantes “afines al proceso” quemaron cerca de 30 mil libros de escritores considerados como “degenerados” por las autoridades. Los libros fueron quemados porque propagaban “ideas peligrosas”. Entre otros, fueron quemados libros de Sigmund Freud, Thomas Mann, Karl Marx, y otros considerados por los nacional-socialistas como escritores anti-alemanes, cuyas ideas eran peligrosas y enfermaban la mente de la población.
Después de los libros, el control se extendería a cualquier forma de propagación de ideas: la prensa, la radio, el cine, las artes… Hoy sabemos que el ascenso de los Nazis al poder, y el largo tiempo que permanecieron allí, fue posible gracias al férreo manejo que tuvieron de la comunicación, incluyendo la criminalización y persecución ejercida hacia quienes pensaban distinto. Por ello, si bien la quema de libros palidece ante las atrocidades cometidas por el nacional socialismo en los años siguientes, ése hecho en particular constituyó el punto de partida de la locura que estaba por venir.
Si había que destruir las ideas “peligrosas”, ¿por qué no destruir las propiedades de las personas que comparten esas ideas? Y llegó así, otro momento clave. En la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, las SS destrozaron unas 1.500 sinagogas, más de 7.000 tiendas y 29 almacenes judíos. La imagen de los aparadores destrozados, dio el nombre a tan nefasto hecho: la noche de los cristales rotos.
Y luego vino el paso siguiente: habiendo acabado con los libros y las propiedades, era hora de acabar con las personas. 91 "indeseables" fueron asesinados la propia noche de los cristales rotos… Para el fin de la guerra el número de asesinatos ascendía a 11 millones.
Lo peor de todo es que, para muchos, la locura nacional socialista sirvió de ejemplo… Si funcionó para los nazis, ¿por qué no podría funcionar para otros? Y la práctica se hizo constante. Se aplicó en la Rusia de Stalin, en la España de Franco, en el Chile de Pinochet, en la Argentina de los milicos, en la Cuba de Castro. Unos se defendían del marxismo, otros se defendían del imperialismo… todos atacaban las ideas. Diferentes en nada... iguales en todo.
Por ello, estoy convencido de que nada bueno se puede esperar de los gobernantes que comienzan por acabar con las ideas… tarde o temprano buscan acabar también con quienes tienen esas ideas. Después de todo, la barbarie de quemar 30 mil libros, se había convertido, 12 años después, en la barbarie de quemar 11 millones de personas (incluyendo 6 millones de judíos).
Primero vienen contra tus libros, después contra tus cristales, y finalmente vienen contra ti. Por algo se empieza…